19 agosto 2014

Te recordaré

Quiero traer aquí unas notas muy rápidas referidas a lo que ha sucedido hoy en la oficina y que me ha impresionado candentemente. Ha impresionado la ropa interior con la marca indeleble de mi goma arábiga, quicir. Se trata de la despedida de una compañera. Una chica muy joven, tersa y, sí, extremadamente bella. Ha desmenuzado la gran despedida en pequeños adioses por los clanes que espontáneamente hemos ido formando, de acuerdo con nuestras dinámicas grupales consuetudinarias. La anécdota que trato de referir no se ha producido en la propia y definitiva separación —en ese abrazo con la otra compañera, en los dos pares de senos hallando contacto, acomodo, consuelo, hogar, cada cual recíprocamente amortiguado por el otro respectivo—. El momento, instante en realidad, ha chispeado antes, cuando en un gesto de ternura, de aprecio, de cómplice consideración por tanto tiempo compartido de rutina, proyectos comunes, decisiones consensuadas, responsabilidades, escasas desavenencias y alguna alegría, le ha acariciado imperceptiblemente el brazo desnudo. No hace falta describir cómo visten en el tórrido julio las mujeres que transitan todavía el edén somático de la veintena. Todos conocemos esas camisetas evanescentes de tirantes que fían a los aerodinámicos sujetadores, prodigios del diseño, la difícil tarea de evitar una total desnudez imposible de no intuir. Esos cuerpos perfectos, tapizados de piel brillante y dorada, fina, suave, depurada, el vientre plano y los pechos estructurados. Siluetas renacentistas, anatomía forjada en el mismo paraiso. La caricia. Se ha desvanecido todo. La caricia. Erótica destilada. La caricia. Instante de una belleza prístina, cándida, núbil, que ha derrumbado la resistencia de nuestros sexos, promesas abrasadas en la oscuridad del pantalón, sucumbiendo a ese último destello puro, honesto, infantil y perfecto que ya podrán contemplar nuestras arruinadas vidas.

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