El aseo de mi oficina es mixto y está por lo regular limpio, a pesar del tráfico que soporta. Somos gente civilizada. Pero de la excepción surge el conflicto. El drama que me he encontrado, irresoluble desde la razón, es el siguiente:
Acudo a media mañana a vaciarme y encuentro, en el fondo blanco del inodoro, el rastro oscuro de una oscura pasión. Pegado. Desafiante. Mirándome a los ojos. Alguien depuso y no retiró apropiadamente lo suyo, lo adherido... Seamos justos, no se trata de haberse dejado toda la carga olvidada, esperando a la corriente redentora que la lleve al cielo de las evacuaciones. Hablamos apenas de un vestigio, de una marca envileciendo la porcelana.
Una pincelada de ponzoña en el lecho.
Y el dilema que entraña, ¿encargarse de ella? La respuesta no es evidente si se contempla la pirueta metarrelacional de apropiación: Me niego a limpiar el poso de un incívico, la materia que otro ano ha bombeado, producto del interior corrupto de un cuerpo ajeno; pero si la dejo, se convertirá en mía a los ojos de quien venga detrás. ¿Arranco la hez a escobillazos o permito que mi reputación se tambalee? ¿Soy alguien que abandona sus desechos untados sobre blanco? ¿Deseo adjudicarme la deyección de otro, me proclamo su autor?
Mientras tanto, la mujer más bella de la oficina espera a que el aseo quede libre.
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