A veces me pregunto qué sentido tienen algunos de nuestros actos cotidianos. Pero no actos trascendentales, no. Cotidianos e incluso contingentes. El tipo de cosas que hacemos sin pensar, simplemente por inercia. Y tampoco me refiero a rutinas interiorizadas hasta los genes. Hablo de actos cuya consecuencia lógica sería el resultado de una pequeña reflexión. Reflexión que esquivamos para ir directamente al objetivo. El término 'esquivar' no lo expresa adecuadamente, pues no hay una resolución firme por evitar, sino que nadie cae en la cuenta de que habría que plantearse la reflexión.
Un ejemplo. He dedicado esta mañana más de media hora a preparar un correo electrónico de reivindicación política -pero política de taberna- en torno a un agravio que padezco, ocasionado, de forma objetiva, por la incompetencia política municipal. Me he esforzado por redactarlo mordazmente, he recopilado datos para documentarlo y he buscado enlaces con más información que sustentaban mis tesis, con ánimo de incorporarlos al envío. Los destinatarios eran los miembros del grupo de amigos con el que mantengo la citada tertulia de política tabernera. Tertulia en la que todos, por cierto, coincidimos en los argumentos y que se reduce a apostillar comentarios en el mismo sentido y a encorajinarnos todos juntos.
Pues bien, tras la cuidadosa preparación del envío y cuando ya me deleitaba sobre sus líneas, repasando mi certera crítica, he dudado si debía enviarlo. No por su contenido, no por la recepción del mismo entre mis amigos, en ambos casos de resultado muy satisfactorio, sino por el propio sentido del acto. Y no he conseguido explicarme el objetivo de todo aquello, el valor de enviar este correo, qué podía aportarnos. Ni cuál era el significado de este episodio que iba a poner en acción a varias personas, emisor y receptores, a una tecnología de transferencia, a un sistema de valores culturales y otras variables que no siquiera era ni soy capaz de concebir. De manera que no lo he enviado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario