Llámame reprimida por no extender el influjo del sexo a cada detalle de mi vida, por no considerarlo a cada instante.
Una de las más extrañas parafilias que me he encontrado, se la conocí a un hombre con el que me cité unas pocas veces el verano pasado. Se abandonaba a conductas enfermizas dictadas por vínculos que establecía, de forma altamente heterodoxa, entre palabras y comportamientos sexuales. Por si te lo estás preguntando, no se trataba de un lingüista, a esos también los he tratado y sus fantasías son más vulgares, más animales. No; éste trabajaba en el servicio de mantenimiento de un complejo de piscinas, con un mono azul y herramientas colgando del cinturón.
Durante el breve periodo en el que lo conocí, vivía obsesionado con la relación entre las palabras eyacular y desayuno. A mi entender, y al margen de la coincidencia en algunas letras, son dos palabras muy distantes. Sin embargo él alimentaba su pensamiento recursivo con el vínculo íntimo que decía haber encontrado entre ambas, y sentía la necesidad compulsiva de eyacular sobre el desayuno; la obligación, decía él. El trastorno dominaba completamente su comportamiento.
La primera vez que eyaculó sobre la mesa del desayuno, alcanzando mi café con leche y sus tostadas de mermelada de fresa, me pareció repugnante pero no dije nada. La siguiente vez, lo abandoné.
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