Con catorce años y un cuerpo sin germinar, el pene apenas un apéndice de pellejo al final del vientre, envidiaba aquellas vergas de condición adulta que encontraba en el vestuario. Aquellas vergas que se columpiaban. La oscilación se convirtió para mí en la clave de la madurez: Pasar de ese pegote infantil, rígido por la falta de desarrollo, a los otros cuerpos colgantes y su fascinante bamboleo. Los recuerdo irrigados por venosos oleoductos, oscuros de piel y pelo, penduleando con el caminar de aquellos machos.
Luego crecí y conmigo el pene infantil, que devino en fofo y colgante. Ridículo, despreciable. Pero por fin un pene que se columpiaba. Fui feliz. Y lo exhibí. Disfruté caminando yo también desnudo por el vestuario, con aquello oscilando entre las piernas, chocando, rebotando.
Pronto desembarqué en el sexo. Experimentado a través de la pantalla, sí, pero vivo. No más fantasía, utopía, magia. Sucedáneo tangible de sexo, por fin. Y aprendí que este columpio inguinal sólo cobra valor si se corona con una tensión que lo devuelve a la rigideza primigenia. No se trata de la turgencia aislada de la erección sino del monolitismo del empotramiento en su raiz. Ese pene-cuerpo como uno solo. Unión rígida, sin flexión. Un sólido único, solidario en los movimientos... Pero no lo lograba. Y envidiaba mi pene infantil.
Lo envidio.
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